EstampasSan Luis

El domador

San Luis, oct. 29, 22._ Ahora mismo no recuerdo si fue antes o después de mil 959 cuando ocurrió aquello, lo cierto es que fue de espanto.

El tío Abigail muchacho entonces, tenía a todos acostumbrados a hacer maldades, travesuras, algunas, como llegaron a decir los viejos, dignas de darle dos palos bien daos, aparecía y desaparecía como un mago, sin dejar rastro.

El caballo era el apodo que él mismo se había puesto y le venía muy bien.

Así recuerdan los viejos de hoy, entonces niños, que una vez la abuela obstinada, para darle un escarmiento le puso una soga al cuello y dijo que lo ahorcaría en el jagüey del potrero, allá fue la prole de muchachos en fila india a ver qué sucedía.

Las hembras le lloraban a Cacha, como cariñosamente le decían a la abuela caridad, no lo mates por favor, él va a cambiar y él decía, sí, sí, que maten al caballo, que lo maten.

Otro día, había una fiesta, y de momento, en medio del baile, desenvainó un sable y se lo dobló en la espalda a alguien que ya ni recordaba un problema antiguo.

Otra vez, le cambió la función al mejor caballo del tío Chano que lo cuidaba como un diamante y, luego de vender unos sacos de café que el tío le había dado junto a una mula con los tres sacos del aromático grano y confiarle aquel jaco dorado que era una maravilla aperado con una silla tejana, se lo envió para la casa con el aparejo de la mula, algo denigrante incluso para el semental y él apareció luego de seis meses.

Durante un invierno, perdonadas las dos mil trastadas, pues al final era entre familias, después de una cosecha  abundante de café frente a los secaderos del propio tío Chano, muchachos y hombres comenzaron a apostar sobre quién era capaz de ensillar a “Malarrabia”, una mula disidente y “ríoarriba” de aquella arria de once, era la guía, la que marcaba el paso, la que no se dejaba coger adelante por ningún otro mulo y así había impuesto su respeto con dientes y patadas, era buena para cargar, pero nadie nunca había podido montarse en ella, tenía, además de las defensas que usaba con los otros mulos para imponer su respeto, una habilidad: metía la cabeza entre las patas y allá va eso, los brincos y patadas volaban y después de que el jinete caía al suelo, echaba hacia atrás las guatacas y enseñaba los dientes, los restañaba y huye que te coge, esa era “Malarrabia” la indomable.

Ese día llegó Abigail y sin mucho alarde como era él, preguntó: cuál es, esa, la joca le dijeron, refiriéndose al color indefinido entre rosillo y moro, le puso una soga, hizo un bozal y alguien se rio y dijo bajito: con eso no la va a poder aguantar; pero el tío ni chistó, de un solo salto se enjorquetó en aquel demonio de cuatro patas que espigó el rabo, evacuó dos gases bien estruendosos y comenzó a dar brincos y corcoveos.

Alguien dijo: ahora viene lo bueno cuando la mula metió la cabeza entre las patas no sin antes tirarle unas mordidas a las piernas pero Abigail apretó los calcañales en los hijales del animal y le dio cuatro sogazos; “Malarrabia” tomó el camino más corto para deshacerse del jinete y de un brinco tomó cafetal abajo, nada menos que por la plaza del infierno, llamada así por lo difícil que era recoger el café reguindado por la pendiente, solo se sintió el tropel, parecía que se estaba acabando el mundo, era una algarabía que se fue alejando lentamente.

Pasaron dos horas y cuando ya iba a salir una comitiva para ver en cuál algarrobo había quedado enganchado el jinete, apareció el tío Abigail montado en “Malarrabia” dándole palmadas a la mula, más mansa que un corderito, y él, vencedor, traía en la mano una botella de “Tres toneles”, aquel coñac que tanto le gustaba.

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